Unos tres o cuatro días antes del último domingo de julio —día de rodar— Juan, un buen amigo de la prepa, nos invitó a reunirnos en su casa; hacía bastante tiempo —años, décadas tal vez— que no habíamos coincidido Albania, Claudia, Gabriela, Isabel, Rosa María, Vianey, Juan y Fernando. Platicamos de todo y de nada; del pasado que compartimos, del presente que vive cada quien y del futuro en el que estamos trabajando. Brindamos con bebidas bien frías y degustamos deliciosos wraps de res a la parrilla —ok, tacos de asada pues: chomp, chomp, chomp—. Entre risas, selfies y retratos llega la media noche: me despido pues mañana tengo paseo con Karla.—¿Ya te vas? ¿Eres ciclista? ¿A poco tienes las piernas duras?—Sí a todas la anteriores… Un gusto compartir con ustedes. ¿Cuándo es la próxima reunión?
La mañana siguiente transcurrió como las mañanas de rodada suelen transcurrir; alarma a las cinco, bañarse y cambiarse, subir la bicicleta y el equipo al carro, y partir hasta el punto de reunión: Ejido Michoacán de Ocampo. Al llegar al parque no miré ningún otro ciclista; comencé a preparar el equipo, y los ciclistas no llegaban; armé la bicicleta, y nada; esperé quince minutos, y nadie más apareció. Okey, tal parece que somos todos los que vamos a rodar. Fue un recorrido típico: perros que salen a ladrar al ciclista en solitario que avanza por la margen derecha del Canal Pacífico hasta la carretera Mexicali-San Felipe, luego viene ascenso al volcán, un par de fotografías de cuando en cuando y finalizar sin mayor novedad en el punto de salida. Ya paseamos, ya nos vamos; nos vemos en agosto.
Mientras desarmaba la bírula y guardaba mi equipo en el auto, reflexioné: un mes de anticipación, se interesaron sesenta y sieteen facebook, confirmaron nueve, y asistieron… solamente uno —yo, el que escribe este blog—. Y recordé lo que Juan había dicho la noche de la reunión: «invitación a pocos días o a muchos días es lo mismo; el que viene viene y el que no no; si confirma o si no».